Desde niña recuerdo tener una gran sensibilidad y capacidad de introspección.
Mi timidez me hacía siempre preferir escuchar a los demás. Podía ponerme tanto en su piel, que sus problemas se volvían míos.
No creí saber casi hasta el último momento lo que quería hacer en la vida y sin embargo estaba muy claro. No había duda.
Mis años de carrera los desarrollé en la rama educativa y me dieron la posibilidad de tener una apasionante y maravillosa visión de base de la psicología.
Aprender la importancia de los procesos de aprendizaje en el desarrollo de la conducta, de las relaciones con los demás, de la evolución madurativa
de la persona en toda su complejidad y en su entorno. De comprender y tratar de dar una explicación al comportamiento humano.
Sin embargo, con el paso de los años, y sobre todo tras ser madre, no solo quería conocer el cómo y el porqué, sino que me di cuenta que mi interés en
querer ayudar a los demás me pedía ir mucho más allá. Esto me hizo interesarme por la rama clínica. Quería profundizar en el sufrimiento ajeno y tener
la capacidad de aliviarlo.
Sentía que tenía mucho que aportar y ese era el momento.